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domingo, enero 26, 2003
Más al sur de los oscuros túneles del metro, de los intrincados y seguramente infinitos caminos de las alcantarillas, existe, iluminada por un sol que es una luz de nevera cerrada, la ciudad de las palabras. El lugar donde quedó la imaginación antigua de los que ya no necesitan imaginarse nada.
Despertando siempre en un séptimo día, los sabios de barba blanca que la habitan pasan el tiempo imaginando los nombres de las cosas, imaginando, que es dar vida, las propias cosas.
Beben vino blanco, y piensan en el insomnio, en el hexámetro, los laberintos y en el espejo. Se empachan de cerezas, con hueso y todo, dejando existir a las cerezas y a los empachos. Y hay algunos franceses, viviendo en bulevares, y otros islandeses, capaces de acantilados y de océanos.
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